martes, 8 de diciembre de 2015

La maestra, la escuela y la esquinita

Este texto es mi aportación al periódico Karakorum que acompaña a la exposición del mismo título del fotógrafo Mikel Alonso. Así he tenido el enorme placer de contribuir al proyecto de Baltistán Fundazioa junto a mis compañeras de Doce Miradas. La exposición permanecerá hasta el 10 de enero en la  Sala Rekalde de Bilbao.


Escuela de Machulu. Karakorum. Mikel Alonso.

Cuando yo era niña, de mayor quería ser maestra, porque para mí en el mundo solo había dos tipos de mujeres: las madres (y quien dice madres, dice tías y abuelas) y las maestras.

Bueno, había un tercer tipo; estaban también las cantantes que veía en la tele, las que triunfaban en Eurovisión. Pero las cantantes pertenecían a otro mundo, al mundo de la pantalla y la ficción en general, donde se mezclaban con los libros y los tebeos,  las heroínas de Dickens y las películas de Tarzán.

Cuando me atrevía a soñar, decía que quería ser cantante. Cuando no, era plenamente consciente de que en mi mundo real, en mi barrio, solo podía ser madre o maestra.

Los hombres podían ser más cosas: podían ser obreros con buzo, carteros o alguaciles con uniforme, oficinistas con corbata… Pero las mujeres no; las mujeres solo podían ser madres o maestras.

Y yo enseguida elegí ser maestra.

¿Por qué? Porque las maestras olían rico, se vestían elegantes para ir a trabajar, tenían las manos blancas y lo más importante de todo:  sabían mucho, sabían muchísimo, y yo intuía, no sé cómo, pero lo intuía, que ese conocimiento las hacía más libres. Que ese sumergirse en los libros era como traspasar el espejo de Alicia y adentrarse en otros mundos mucho más luminosos que el nuestro, que el mío.

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Mi escuelita estaba dividida en dos: el lado de los chicos y el lado de las chicas. Tenía dos puertas, dos aulas, dos maestras, dos pasillos, dos todo.

Al patio salíamos los niños y las niñas al mismo tiempo, juntos, pero nunca mezclados. Las niñas nunca jugábamos con los niños. Al menos yo no recuerdo haber jugado nunca con los niños. No recuerdo haber tenido nunca ningún amigo. Sí, recuerdo, en cambio, los nombres y los apellidos de los chicos que nos pegaban y nos tiraban piedras y balonazos.

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Los chicos jugaban al fútbol en el centro del patio y las niñas nos quedábamos en las esquinitas. "¡Aparta, chavala!", nos gritaban cuando pisábamos su territorio.

Un día, tres chicos vinieron a ocupar también nuestra esquinita. Llegaron, se desplegaron, tomaron posiciones y, como no tenían balón, se pusieron a jugar al fútbol con una piedra. "¡Aparta, chavala!"

Aquella vez no me aparté. Un poco por cabezonería y otro poco porque ¿adónde querían que nos fuéramos, si nos expulsaban también de la esquina? ¿Qué teníamos que hacer? ¿Desvanecernos?

No me aparté y recibí una bonita pedrada en una ceja.

Sangré como un pollo, lloré como un becerro, la maestra acudió asustadísima y aquellos tres chavales se llevaron una regañina y un castigo. No volvieron a ocuparnos la esquinita.

Y yo aprendí que salirme con la mía tenía un precio. 

§ § § §

Mi escuela, pues, no era tan distinta de la de Karakorum. En ambas las niñas, de una manera u otra, aprendimos que nuestro lugar eran las esquinitas, los márgenes, los rincones; que había que ceder el centro a otros.

Eso tenemos en común las que fuimos niñas en mi barrio y las niñas de Karakorum; esas chiquitinas adorables  que ahogan la risa. Que miran, que se muestran, pero ya saben, porque alguien ya se lo ha dicho, porque es lo único que han visto siempre a su alrededor, que lo suyo no es mostrarse, no es figurar, que su puesto es la esquinita, que la suya va a ser siempre una imagen desdibujada al fondo de la fotografía. Que los primeros planos, los balones, las bicis, los centros y los cetros son para los chicos.


Las niñas de Karakorum lo saben. Pero también saben que de mayores serán maestras. Abandonarán la esquinita, subirán al estrado, tomarán la voz cantante y todo el mundo se dará cuenta de que saben mucho, muchísimo.

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