sábado, 14 de noviembre de 2015

Nunca nada demasiado bueno

Nací en 1980 en una familia en la que mi padre traía el dinero a casa y mi madre gastaba lo menos posible.
Mi padre se marchaba todos los días a las ocho y regresaba poco después de las siete, con los bolsillos llenos de pasta.
Mi madre se los vaciaba para poder plegar luego bien la chaqueta y los pantalones y que le sirvieran para toda la semana. Alisaba los billetes con el canto dela mano, hacía montoncitos con las monedas y las clasificaba por tamaño: las más gordas iban a parar al cajón de las compras y las más pequeñas, a una caja de zapatos cerrada con cinta aislante a la que mi madre llamaba "el bote".
Los billetes los archivaba en un billetero con muchos clasificadores y lo introducía en un escondrijo en forma de libro.
Apuntaba los ingresos y los gastos en un cuaderno grande de tapas negras. Según la época del año, el cuaderno estaba caliente o frío; me servía de barómetro. Ponía la mano encima y, según le pegara el sol o no, el cuaderno me quemaba o me helaba y así sabía yo qué fiestas estábamos a punto de celebrar.
Mi madre, ahorradora ella, hacía sus previsiones, por si acaso, antes de las fiestas y así, cuando el cuaderno se enfriaba, era porque se acercaba la Navidad y yo me esperaba unos dulces o algo así, un regalito simple y tranquilizador, nunca nada demasiado bueno.
A mí me gustaba cuando el cuaderno estaba frío, pero también cuando quemaba, porque anunciaba la piscina, gofres, jugar a palas, la elección de miss y el concierto de rock.
Mi madre se las arreglaba para que mi hermano y yo participáramos en todas esas actividades. Ella era la protectora del hogar y mi padre nunca le decía que era una buena mujer de su casa ni un ángel; le decía que era un adefesio. Y aunque ella sabía que no lo decía en broma, sonreía y hacía ver que era una especie de juego.


Claire Castillon:
Les Merveilles 
Grasset 2011

La traducción y la adaptación son mías.

Otra entrada en Boquitas Pintadas sobre "Les Merveilles": Un gancho de carnicero

domingo, 8 de noviembre de 2015

Un gancho de carnicero

Joe Vandaire es un hombre. Y, aunque una todavía no sea una mujer, se da cuenta inmediatamente de que, el día en que empiece a estropearse, ya no te parecerá nunca más que tiene los ojos azules, las encías rosadas ni la dentadura nívea. De un día para otro se apagará y lo que antes te gustaba de él luego te quitará el apetito. Un día te despertarás de golpe frente a su cutis cerúleo y mal ventilado y su olor a colilla vieja. Todo será pesado y te disgustarán sus abrazos.

Verás cómo le brotan de los labios palabras de carretero bruto y querrás que eche por la boca todo lo demás: los dientes, la lengua, el esófago. Soñarás que está tirado, reventado y retorcido en un rincón o colgado de un gancho de carnicero. Pensarás en sus borracheras.

Y, sin embargo, no puedes resistirte. Te dejas llevar porque Joe Vandaire te llama "nena, pequeña" y te vuelve loca.

De momento estamos en los preliminares. Por la diferencia de edad. Le he dicho que tengo diecisiete años. No sabe que en realidad tengo trece.

Claire Castillon:
Les Merveilles
Grasset 2011

La traducción y la adaptación son mías.