jueves, 28 de junio de 2007

Warshawski y Paretsky

El trabalenguas del título se refiere a Victoria y a Sara, personaje y autora, respectivamente, del libro que tengo entre manos: "Lista negra", publicado en EEUU en 2006 y en España en el mismo año, en Suma de Letras, con una buenísima traducción de Mariano García y algún descuido ortográfico y tipográfico.

Sara Paretsky, la escritora, es la señora guapetona de la foto. La conocí por intermediación de Petros Markaris, que la recomendó en una entrevista. No os digo nada de ella porque en su web está todo.

Victoria Warshawski es su personaje, investigadora privada que antes se licenció en Derecho y ejerció de abogada de oficio. Es una tía culta, melómana, simpática, un poco ácida, militante antirracista, progre y de familia de inmigrantes obreros. No nos dice exactamente cuántos años tiene, pero ya está en edad de tener un hijo adolescente.

Warshawski y Paretsky viven y trabajan en Chicago. Allí transcurre "Lista negra", en los primerísimos años del siglo XXI, poco después de los atentados del 11-S, en una sociedad, pues, "desconcertada y sobrecogida" y en un momento en el que "el miedo llevaba las riendas de América". No faltan en la novela acertadas pullas de la irónica Warshawski contra la ola de conservadurismo y recorte de libertades que los (¿nos?) invadió en septiembre de 2001.

La investigadora recibe un encargo que, en principio, parece no estar a la altura de su bagaje profesional: debe vigilar una mansión señorial deshabitada, pues la antigua propietaria cree ver intrusos por la noche y luces en el ático. Un quehacer tan simple la lleva a un conflicto que enfrenta a pobres y a ricos, negros y blancos, derechistas y liberales, empresas de comunicación que compiten entre sí y a viejas rencillas entre familias que se remontan a la época de la "caza de brujas" de McCarthy.

Entre tanto, se busca a un presunto colaborador de Al Qaeda y, por supuesto, suceden un par de muertes sospechosas.


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lunes, 25 de junio de 2007

Isabel Elexpe, abogado

Todos los días, cuando salgo de casa, me encuentro una placa junto a un portal que dice eso. El viernes pasado, en el periódico leí una noticia breve que hablaba de una señora que era "médico". Y el mismo sábado vi en la tele un trocito de esa tontorrona versión de "Sabrina" que hizo Sydney Pollack en 1995, en la que David Larrabee se prometía con una "médico" pediatra.

Ya entonces tenía yo entre manos un libro delicioso: "Experiencias de un traductor", de Valentín García Yebra (Gredos, 2006). Valentín García Yebra es, junto con Julio César Santoyo, uno de nuestros más prestigiosos traductores y traductólogos y es, además, miembro de la Real Academia de la Lengua Española.

En ese mismo libro nos recuerda García Yebra que "abogada" y "médica" están en el Diccionario de la Academia (el DRAE) desde 1970. O sea, casi cuarenta años con bendiciones y todavía no han entrado en el habla con normalidad. Para que digan, como se oye a menudo, que la Academia está llena de carcas. Pues mira tú por dónde en esto se ha adelantado a los hablantes.

Además, nos sigue recordando García Yebra que mucho antes de 1970 ya estaban "médica" y "abogada" en la lengua española, referidas en ambos casos a la Virgen María: "abogada" en la Salve ("Señora abogada nuestra") y "médica" en un clásico, el Padre Nieremberg, que llamaba a la Virgen "médica celestial".

Dice el maestro de traductores que "suelen ser las mujeres más proclives a masculinizar los títulos que les corresponden" y no diré yo lo contrario, pues he conocido a arquitectas que decían "Arquitecta suena fatal. Yo soy arquitecto", a pesar de que "arquitecta" e "ingeniera" también están en el DRAE desde 1984.

Según García Yebra, el uso de profesiones en masculino referidas a mujeres es un galicismo que, por supuesto, debe evitarse. En francés hay muchísimos sustantivos que significan oficio o profesión y no distinguen entre masculino y femenino (sécrétaire, journaliste) y otros que sólo tienen forma masculina y se usan tanto para hombres como para mujeres (professeur, écrivain).
Yo soy más pesimista y peor pensada y opino que el galicismo no tiene nada que ver con esto; que las mujeres dicen que son "abogado" o "médico" porque creen que ser abogado o médico es mejor, tiene más prestigio, que ser médica o abogada.

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jueves, 21 de junio de 2007

La huida

Ya estaba yo tardando en poner unas letras sobre el maestro, don Manuel Vázquez Montalbán, que está en la gloria celestial y en la literaria.

Puesta a decir algo de alguna de sus obras, me quedo con "Los mares del Sur", que es la novela de la huida, la que nos toca la fibrita a quienes alguna vez hemos pensado en mandar todo a la porra y salir por patas; o sea, a la humanidad entera.

Pero la huida de Montalbán no podía ser tan vulgarota como la de Gauguin, que se fue a las islas Marquesas. ¡Menudo hortera! La huida de Stuart Pedrell, el protagonista, un diletante de la altísima burguesía barcelonesa, es a un barrio obrero de su propia ciudad, a los bloques de minipisos que su propia empresa había construido, a los brazos de una sindicalista rojaza con vaqueros, jersey de lana y pelo corto. A donde nadie iba a buscarlo, a fin de cuentas, pero donde el gran Carvalho, cómo no, lo encuentra.

Montalbán tiene la genialidad de titular "Los mares del Sur" una novela que no sale de Barcelona y nos pasea, además, por el lado duro de la periferia. Yo, como Carvahlo, tengo "cierta debilidad por los afectos míticos" y por eso me enternezco con los barrios de parques de cementazo sin hierba, tienditas sin globalizar y tascas con banderines de fútbol.

Stuart Pedrell huyó de una vida maravillosa, de ser rico antes de nacer, de una buena familia, una hermosa casa, de ser mecenas de artistas. Quiso tener la vida que le habían negado, la de los pobres, y se fue a por ella.

Con todo eso sólo se puede hacer una novela intensa que, por si fuera poco, tiene un par de paginitas dedicadas al género negro: era 1979 y todavía había que defenderlo de las acusaciones de fascismo y ambigüedad moral.


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lunes, 18 de junio de 2007

Zodiac

Con ese título, fui al cine pensando que por fin habían hecho la peli de "Los vigilantes de la playa". Y, bueno, si ya me habéis perdonado el chiste malo, os cuento qué me pareció el film.

Servidora no es fan de David Fincher, ni mucho menos: aborrecí en su momento "Seven" y "El club de la lucha", ni me molesté en ver "La habitación del pánico" y perdoné la vida a "The game", aunque le habría quitado más de una vuelta de tuerca.

Me animé a ver Zodiac porque había salido bien parada de Cannes y porque Merikaetxebarria, el crítico de El Correo, le puso tres estrellas y yo (cosa rara) coincido bastante con él. Esta vez, no tanto, porque yo le habría puesto sólo dos. Bueno, y también fui a verla por la atracción morbosa que me provocan los crímenes sin resolver. Porque, aunque Fincher en la peli se inclina por uno de los sospechosos, el caso oficialmente está todavía abierto. Morbosillas y morbosillos del mundo, tenéis catorce folios de información sobre el asesino del zodiaco en la wikipedia en inglés: aquí. ¡A disfrutar!

Vamos de una vez con la peli, ¿no? Me gustó su toque Hitchcock (el plano del asesinato del taxi y el tráfico sobre los puentes de San Francisco) y la pizquita de Lynch (los crímenes a palo seco, milimétricamente respetados los testimonios de los supervivientes, con los diálogos reales, que suenan más absurdos que los ficticios). Me gustó que los protagonistas fueran los investigadores, los polis y los periodistas, y su impotencia: muchos escenarios variados, muchos departamentos policiales por coordinar y muchos años antes de que llegaran los ordenadores y el ADN.

Ahí acierta la ambientación: ni un maldito fax tampoco en el San Francisco Chronicle, una redacción como la de "Todos los hombres del presidente", con esa luz fea, dura y setentera tan reconocible. Así sale fotografiado un reparto nada despreciable: Mark Ruffalo (¡qué modelitos!, ¡guau!), Anthony Edwards (igualico a Kevin Costner en "JFK"), Jake Gyllenhaal (le va que ni pintado el papel de pardillo que no se mete nada) y Robert Downey Jr., una de mis once mil debilidades cinematográficas (le va que ni pintado el papel de periodista crápula que se mete de todo).

Los ciento sesenta minutos del metraje no pesan como ladrillos, pero tampoco son plumas. Sobra algún que otro susto barato, se agradece la selección musical, los buenos toques de sorna y, sobre todo, que Fincher se haya hecho mayor y apunte a los clásicos.

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viernes, 15 de junio de 2007

Se te va a pasar el arroz

Veo en uno de esos periódicos gratuitos que reparten en el metro una acertadísima campaña de Amnistía Internacional. El lema principal es "La discriminación genera violencia" y se refiere a la violencia contra las mujeres. Pone el dedo en la llaga porque da con la causa fundamental de este tipo de violencia, que no es otra que la desigualdad. Ni el alcohol, ni otras drogas, ni la pobreza, ni la falta de formación, ni los celos, ni la marginación, ni la frustración. La violencia se da en todas las clases sociales, entre gentes con estudios y sin estudios; y las mujeres también estamos marginadas y frustradas, también somos celosas y también consumimos alcohol y otras drogas, pero no matamos. Así que dejémonos de bobadas.

La campaña ofrece un repertorio de esas bonitas frases que forman casi parte del folclore y que mucha gente dice "sin maldad": "Calla, que tú de esto no entiendes", "Mujer tenía que ser", "Una hija no es lo mismo que un hijo", "Se viste así para que la miren"...

De todas mi favorita es "Se te va a pasar el arroz". ¿Por qué? Porque he discutido millones de veces con gentes que piensan que esa frase no es ofensiva ni humillante, qué va a ser, si sólo es constatar un hecho objetivo e irrefutable, que te haces mayor y que ya, si no resultas deseable a los ojos masculinos y no puedes traer sus hijos al mundo, ¿para qué vales?

En fin, que me he llevado una pequeña alegría al ver que AI está de mi lado en mi personal cruzada contra esa especie de "violencia lingüística de baja intensidad", contra esas perlitas de que se te pasó el arroz o "se te secó el arbolillo" (bonita, elegante y fina, ¿eh?), que jamás de los jamases se dicen a un hombre.

PS. Los cuencos de arroz de la foto son una instalación de Wolfgang Leib. Podéis verlos, junto con otras cosas sencillas y deliciosas, en el Reina Sofía de Madrid. El arroz no tiene culpa de nada.

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martes, 12 de junio de 2007

El desbarrancadero

Probablemente mi obra (quizás no deba llamarla novela) favorita de Fernando Vallejo sea "El desbarrancadero". Ya el título suena exótico y al mismo tiempo tremendamente castellano. Es una de las palabras más queridas y más utilizadas por Vallejo, que ama a la lengua española por encima de casi todas las cosas. La RAE lo define así:

desbarrancadero.

1. m. Hond. y Méx. despeñadero (precipicio).


Y es, según Vallejo, ese lugar al que nos dirigimos todos de cabeza y sin freno.

En "El desbarrancadero" cuenta Vallejo de cómo dejó por un tiempo su residencia en México y volvió a su casa natal, a Medellín, a cuidar a su hermano pequeño, que estaba muriendo de sida. En la portada del libro, de un hermoso color dorado, aparecen los dos, de niños. Fernando es el mayorcito, el de detrás.

Allá en Medellín reencontró lo que quedaba de su familia, de sus ancestros, de su niñez, de su casa, en un repaso caótico y sentimental, pero de sentimientos no siempre nobles ni buenos. Porque quien busque sentimentalismo, que arroje inmediatamente este libro al contenedor de reciclar papel. Vallejo no olvida su misantropía jamás y su ternura se expresa, como mucho, en cariñosos apelativos con los que se refiere a sus familiares, como El Gran Güevón, o esto que dice de su abuelo querido: ... era un buen hombre. Loco y rabioso, sí, pero en grado humano. De ahí no pasa la expresión del afecto familiar.

Vallejo nunca habla con lugares comunes; sigue detestando al papa Wojtyla, del que dice cosas que yo, que me tengo por malhablada y lenguaraz, no me atrevo a reproducir aquí; de los treinta y pico millones de colombianos que pueblan la tierra, es el único que reza para que su país jamás gane el mundial de fútbol, y es, por encima de todo, un espíritu libre, porque no le pesa la mayor de las esclavitudes: la necesidad de agradar.

Pero bien sabe que eso se paga caro; él mismo lo dice: los hombres libres caemos en plomada a los infiernos. Y no hace falta morirse para eso.

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viernes, 8 de junio de 2007

L'enfant terrible


Más que terrible, terrorífico diría yo que era el bendito del Petiso Orejudo, un asesino en serie argentino, toda una leyenda en su país y cuya celda en la cárcel de Ushuaia enseñan con temoroso respeto a los turistas.

El Petiso es uno de los pocos niños asesinos que ha conocido (¡gracias a Dios!) la historia. Empezó a matar a principios del siglo XX, cuando tenía diez años, y lo detuvieron con dieciséis, después de haberse cargado a cinco criaturitas, todas menores de seis años, y haberlo intentado con otras siete. Una de esas siete que escapan a la muerte pero quedan con marcas indelebles es precisamente El niño de barro.

Lo original de este thriller consiste en eso, en que desplaza el protagonismo de un chico a otro, que quedó mentalmente conectado al asesino y ve sus crímenes en pesadillas. Así, los asesinatos y torturas reales se nos muestran envueltos en una atmósfera irreal y lo atroz se estiliza y se viste de sobriedad con la ayuda del blanco y negro.

Es buena la ambientación: un Buenos Aires de 1912 reconstruido en otra población argentina, un arrabal inmenso al que diariamente llegan barcos llenos de europeos muertos de hambre: que no se nos olvide. Están muy bien Abel Ayala, el monstruo, y Maribel Verdú, que entre ésta y "El Laberinto del Fauno", es, según Agus, la nueva Lola Gaos (en la foto; jolín que si se parecen). Es bueno el guión: complicado, pero no embrollado. Por poner un pero, hablaría de los diálogos: hay palabras y expresiones que chirrían en boca de ciertos personajes.

Cómo no, hay guiños a "M, el vampiro de Dusseldorf" y a "Monsieur Verdoux", del que hace poco nos hablaba 39escalones. Nos recuerdan que el infanticidio no es cosa de hace dos días, como parece que quieren hacernos creer, y que la explotación sexual deja a muchísimas más niñas y niños muertos en vida.


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martes, 5 de junio de 2007

Los heraldos negros

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o lo heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

César Vallejo

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lunes, 4 de junio de 2007

Los libros nos salvarán de todo

Hay quien cree firmemente en la omnipotencia de los libros y la lectura. Ejemplos de esta fe tan optimista los hay a montones en la red. Si lees, dicen, hablarás mejor, escribirás mejor, entenderás mejor, se te desarrollarán ciertas capacidades mentales que, si no, permanecerán atrofiadas, serás más libre, tendrás opiniones propias, podrás participar en más conversaciones.

Y, claro, en sentido contrario, quien no lee es un borrico que abre la boca y no habla, sino rebuzna. Como si no hubiera otros escapes culturales, como si no existieran la música, el cine, la pintura y otras actividades que también estimulan el cerebro.

No comparto yo, en fin, esa excesiva confianza en las bondades de la lectura ni esa satanización total de los iletrados. Conozco demasiada gente a la que los libros no han hecho más sabia ni más bondadosa: sólo más erudita. Y una cosa es la cultura y otra, la erudición. Estoy segura de que todos habéis tenido una abuela, un tío, alguien que apenas sabía escribir su nombre y, sin embargo, poseía una innegable sabiduría.

Sí es cierto que la afición a la lectura te permite, como suelo decir, no vivir apegada a lo terrestre, poder flotar unos centímetros por encima de la vulgaridad. Y eso es algo parecido a ser más libre. También creo que Platón es un buen complemento del prozac. Pero leer no te salva de todo, no te insufla seguridad en ti misma, no te inmuniza contra la desdicha, no te hace mejor persona, ni más simpática, ni más querida, ni más tolerante. Y sobre todo: la afición no se hereda. Hay hijos iletrados de padres cultivadísimos y devoradores de libros con padres analfabetos.

Y esto lo escribo recién regresada de la Feria del Libro de Madrid, a la que yo llamo (con todo cariño, por supuesto) la feria de las vanidades.

En la foto, un sillón-librería. ¿A que es chulo?

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